GALLEGOS, EL NOVELISTA NOVELADO

ESCRITURA, VIII, 15. Caracas, enero-junio, 1983

 

GALLEGOS, EL NOVELISTA NOVELADO

 

ÉDGAR COLMENARES DEL VALLE
Para Manuel y Teresa

En la tradición crítica de la obra de Rómulo Gallegos, ya no hace falta señalar que la documentación previa y la reelaboración de temas y personajes que no son de creación exclusiva, son, entre otros, algunos de los fundamentos estéticos y parte de la técnica de trabajo de este narrador. Tampoco es necesario insistir en que él no es el único en desarrollar el acto creador desde esta perspectiva, pues este procedimiento como motivación o como fuente, es universal y tiene una larga tradición en la historia de la literatura. En cambio, como consecuencia de la aparición de los manuscritos de Antonio José Torrealba, sí habría que destacar que Gallegos, al menos en Venezuela, es uno de los pocos novelistas, tal vez el único, que ha sido novelado por uno de sus referentes, concretamente por el que le sirvió para la creación de Doña Bárbara y Cantaclaro.

Como se sabe, en abril de 1927, Gallegos visitó las sabanas del hato La Candelaria en el Estado Apure. Se proponía documentarse sobre el ambiente en que pasaría una temporada un personaje de La casa de los Cedeño, la novela que para ese entonces está escribiendo. (Cf. Subero, 1979: 17). Allí, frente a la llanura, “bella y terrible a la vez”, conoció y trabó amistad con el caporal del hato, un juglar cunavichero faculto en el arte de narrar y de versificar historias y leyendas y, además, reconocido en todo el Cajón de Arauca por su profundo conocimiento de las costumbres y tradiciones llaneras.

Este nuevo amigo, según contaría el mismo Gallegos en la edición que hizo el Fondo de Cultura Económica en los 25 años de la novela, sería el Antonio Sandoval de Doña Bárbara y uno de sus mejores informantes:

En el hato La Candelaria de Arauca, conocí también a Antonio Torrealba, caporal de sabana de dicho fundo –que es el Antonio Sandoval de mi novela– y de su boca recogí preciosa documentación que utilicé tanto en Doña Bárbara como en Cantaclaro. Ya tampoco existe y a su memoria le rindo homenaje por la valiosa cooperación que me prestó su conocimiento de la vida ruda y fuerte del llanero venezolano.

Sobre este particular aspecto de la vida de Gallegos y de su ya famoso viaje de 1927, Ricardo Montilla, una de las personas más allegadas al novelista, en una entrevista que sostuvo con Arístides Bastidas (1969), afirma:

Durante los días que duró su permanencia en La Candelaria, Gallegos cultivó una asidua amistad con el caporal de la misma, Antonio Torrealba, que aparece como Antonio Sandoval, caporal de Altamira. La razón de este acercamiento estaba en la riqueza narrativa de Torrealba. Poseía un exquisito don de conversación y relataba los episodios más fantásticos sobre la vida llanera, de los cuales Gallegos atento y silencioso tomaba nota.

Y de inmediato, comentando cómo recogió Gallegos “los elementos humanos y narrativos que utilizaría”, Montilla agrega:

No debe sorprender que aquel hombre sin mayor pulimento y ajeno a toda la literatura, fuera sin embargo una de las fuentes que más cautivaran a Gallegos en la búsqueda de los elementos con que urdiría su extraordinaria novela.

Después, en 1930, ambos amigos volvieron a encontrarse en Caracas. Y de nuevo, ahora con el caraqueño de baquiano por las calles, plazas y monumentos de la capital pueblerina de entonces, “el demiurgo de Cunaviche” –como califica Manuel Bermúdez a Torrealba (1984)– le contaría al novelista “una serie de historias y vivencias” en un lenguaje “grotesco” pero “demoníaco y salvaje”.

De este modo puede afirmarse –como lo hace Ramón Mota Báez (1979)– que “Gallegos y Torrealba se tendieron una mano que quedará en los siglos sucesivos imperecederamente unida a través de las obras resultantes de la amistad honesta y sincera entre el intelectual provinciano y el intelectual capitalino, entre la barbarie y la civilización”. Con el transcurrir del tiempo, los dos volvieron a verse, como mínimo, en tres nuevas oportunidades. La última de ellas, en Apure, siendo Gallegos Presidente de la República.

Con respecto a esta relación, acaso propicia para una exégesis de fuentes en Doña Bárbara y en Cantaclaro, he desarrollado la tesis de que Torrealba no es únicamente el informante que dio a Gallegos “una preciosa documentación”, sino también el principal referente novelado en ambos discursos (Cf. 1985). Por referente entiendo lo que viene dado a través del signo, es decir, lo que designa un signo, del mismo modo como se concibe en las doctrinas de Charles Sanders Peirce, Odgen y Richards, Charles Morris, Stephen Ullmann y Kurt Baldinger.

En Doña Bárbara y en Cantaclaro, con fidelidad absoluta al lineamiento estético en que se inscribe su novelística, Gallegos recrea hechos relacionados de algún modo con su informante. La diégesis de ambas novelas se basa, en gran medida, en el referente Antonio José Torrealba. De este modo el discurso galleguiano, a veces descriptivo, siempre esencialmente realista, y con una fuerte dosis de prédica ideológica, rehace, además de las historias vividas o conocidas por Torrealba, un complejo mundo psicológico en el que Torrealba se reparte en distintos personajes. Mediante esta formulación, Torrealba viene a ser un signo catalítico que se proyecta, a veces como eje actancial inclusive, en diversas historias y conforma la psique de varios personajes.

Lo cierto es que a partir de aquel viaje de 1927, el personaje de La casa de los Cedeño ”jamás regresó a las páginas del inconcluso manuscrito” (Cf. Englekirk, 1962) y el llano se le reveló a Gallegos como un paradigma de la realidad venezolana “donde una raza buena ama, sufre y espera”. Y él mismo, desde 1929, se revelaría como un novelista logrado, como el novelista de quien Mariano Picón Salas (1950) dijo que escribió la novela que es “metáfora y símbolo de la tierra y la estirpe”. Sin embargo, a pesar de poseer una intuición extraordinaria para captar la esencia psicológica de cada referente, el novelista jamás pensó en que se convertiría en personaje de quien fue la fuente de su creación, pues Torrealba, con letra propia y ajena, se dio a la tarea de escribir lo que ya se sabía de memoria y, además, lo que su imaginación le dictaba. Uno de los personajes de sus páginas es Rómulo Gallegos.

En los manuscritos del Diario de un llanero, en los de la Historia de Azabache y aun en los de sus tres libretones de Versos rústicos, miles de páginas escritas en lenguaje rudimentario, tosco, Torrealba no se limitó a pintar el paisaje llanero o a fabular anécdotas grotescas e historias maravillosas, sino que en ellos dejó el testimonio de sus vínculos personales y literarios con Gallegos. Por ejemplo, en el Cuaderno N° 35 del Diario, un narrador implícito en el universo evocado formula su versión de la llegada de Gallegos y sus acompañantes a La Candelaria:

A mediados de abril del año siguiente, vinieron a pasar Semana Santa y a conocer los llanos del Apure varias personalidades de la Capital; en ellos vino el célebre don Rómulo Gallegos y un hermano. Don Rómulo había venido a tomar datos del llano para hacer una novela. El novelista en pocos momentos estudió el carácter del personal del hato, después fue fijándose en las costumbres y sistemas de trabajo. Esto lo hizo al llegar.

Y, además, el mismo narrador pormenoriza algunos detalles en los que la figura del Gallegos personaje atrae hacia sí, como eje de la historia, la atención de todo el discurso:

Al día siguiente le dijo a don Manuel el objeto de su venida y quería le indicara qué persona podía darle datos precisos para un libro que pensaba sacar del llano. Don Manuel, que también tenía su gente más que estudiada, le dijo:

-Aquí el que le da datos fidedignos como para lo que usted solicita es aquel renco que está en la despensa, bajé allá y pídale lo que Ud. quiera . (…) Él está entusiasmado en encontrar un hombre que saque su llano a relucir en el mundo y que no permanezca más en la tumba del olvido.

Don Rómulo salió para la despensa donde estaba Antonio José (…) lo saludó con un movimiento de cabeza, el cual Antonio José le contestó del mismo modo con una amable sonrisa (…) Tan pronto terminó de despachar su gente le preguntó:

-¿Desea algo, señor, de aquí de la despensa?

-No, muchas gracias, deseo solamente hablar con Ud. sobre unos datos que vengo solicitando porque pretendo escribir algo del llano y don Manuel me lo ha recomendado a Ud. de un modo muy especial, que es Ud. el único que puede darme datos precisos de los que yo ando solicitando.

En este mismo Cuaderno, en lo que, desde una perspectiva semiótica, podemos calificar como una realidad conjunta, ya que “designa el modo de ser de una realidad referida a otra, que tiene a otra como condición previa, como portadora” (Cf. Bense, 1975), el narrador dice:

-Entonces, Don Rómulo, empezaremos porque Ud. se fije en el sistema de mando del servicio de la casa. Por ahorita, vamos para que vea cómo es que se monta un caballo cerrero en su primera doma.

Cuando Don Rómulo llegó acompañado del cojito, estaban empezando a ensillar el mostrenco. Don Rómulo se iba fijando cómo los llaneros se iban metiendo y lo iba escribiendo en un pequeño libreto. Los tres llaneros iban poniéndole los aperos a su caballo y lo decían en alta voz, para que Don Rómulo los fuera anotando por su nombre.

Y como si esto resultara insuficiente a sus propósitos de novelar al novelista y, si se quiere, a la novela también, el narrador agrega:

Antonio José tuvo lugar de darle lo que él le parecía más interesante; en algo de lo más interesante que encontró Don Rómulo fue la mansedumbre de una linda novillita que había, la que el cojito había amansado, hija de Marisela y por ese nombre atendía ella. El cojito dijo al novelista la causa de haberle puesto el nombre de Marisela. Era una joven de mucho renombre en todos los llanos apureños.

Don Rómulo le gustó el nombre de la novilla y la historia de la joven hortelana. Después, fue enseñándole los nombres de las aves, sus costumbres; los animales peligrosos, los vampiros, gimnotos, etc. Al día siguiente, los llevó al Paso de los Caimanes. Pajarote fue en un buey y él y Rafael Anselmo Luna, arponearon en el buey un caimán, tal vez el más grande de todos. Era tan grande que no huía y era tuerto de tantos crímenes que había cometido. Los cazadores caraqueños sacaron del colosal caimán más de veinte fotografías en distintas formas. Antonio José y Don Rómulo estaban sentados en el césped, en la costa del barranco, distraídos en sus quehaceres y no se dieron cuenta cuando sacaron de los dos varias fotografías, las que más tarde fueron publicadas en “Élite”. Después, mataron otros más, pero de menos tamaño.

Parece evidente que el informante de otrora se ha convertido en novelador (para no llamarlo novelista). Y ésta, la historia de Doña Bárbara, que es sólo una de las miles de historias que cuenta, conjuga los distintos niveles de metalenguaje implícitos en el acto literario. Del primero de ellos, la fuente semántica del texto, es corresponsable el informante-referente. Del segundo nivel, la novela, sin duda Gallegos y del tercero, los manuscritos que aluden a la fuente semántica, Torrealba. Así, quien antes fue persona-fuente, toma una actitud estética e histórica que multiplica la dimensión del espacio narrativo de Doña Bárbara y Cantaclaro.

En el Cuaderno N° 36, del mismo Diario, Torrealba añade:

Los caraqueños permanecieron en Los Cañitos toda la Semana Santa; durante este tiempo Don Rómulo no desperdició detalles de los que veía. Saboreó lo molesto de las garrapatas, presenció todas las escenas del llano en aquella época; anduvo los principales lugares de la sabana acompañado del cojito, el cual le había ido diciendo los lugares donde se chicoteaba. El último día que pensó llevarlo a la Mata del Troncón, para que conociera el célebre araguato de La Candelaria, no lo pudo hacer, porque su chofer Gabriel Rodríguez, de San Fernando de Apure, se enroló con los cazadores en la mañana y no hallaron cómo salir.

Dada la intención estética del emisor, en éste y en los anteriores fragmentos citados como ejemplos, el discurso tiene que ser entendido como actividad metalingüística creadora, como acto estético consciente enmarcado dentro de una concepción artística y primitiva, ingenua y pura. Es arte espontáneo, sin criterios técnicos. Esta consideración es necesario aceptarla. Independientemente de que el discurso proceda de un “hombre sin mayor pulimento y ajeno a toda la literatura” y de que este discurso no pueda publicarse “en bruto” sino “adecuadamente elaborado” (Cf. Bastidas, 1969 y Rosenblat, 1950). Para la recreación o interpretación crítica de un texto, interesa la correlación semiótica que se establece entre el autor, la obra y el lector y no un único aspecto aislado de la totalidad. No es que Torrealba sea un eximio narrador, pero no por ser de extracción rudimentaria el arte carece de la esencia vital que lo singulariza como actividad exclusivamente humana. Lo numinoso no siempre reside en la perfección formal y el acto literario no tiene que entenderse exclusivamente como lenguaje ennoblecido o adornado y menos como una relación de historias pulidas o deslastradas.

En literatura, además, hay que admitir –tal como lo plantea Maldavsky (1974: 33)– dos principios. Uno, que “cada autor tiene una noción particular de la belleza” y dos, que “cuando una persona elige transmitir algún mensaje a través de una producción literaria, su opción implica al mismo tiempo una búsqueda de logro estético”. Desde luego el propósito del creador, emisor del mensaje, no tiene por qué coincidir con la apreciación que el lector tenga del autor y menos con la interpretación que ese lector dé al texto. “En toda obra literaria, agrega Maldavsky, existen varias capas de isotopías posibles, y cada una genera un tipo de posible lectura. (…) Existe una lectura que, como la escritura de una obra lograda, es una aventura del espíritu, una búsqueda de planteos a partir de los datos detectados en el nivel connotativo. Y existen lecturas dogmáticas a partir de los datos detectados en el nivel denotativo”. Sin duda, la escritura deTorrealba, aparte de cumplir con los dos principios propuestos por Maldavsky, se insinúa en su dimensión semántica como juego de isotopías. Pero es una escritura que debe entenderse en función de la realidad conjunta ya señalada.

En esta escritura, la belleza, o mejor dicho la concepción de la belleza, y la búsqueda del logro estético se armonizan como constituyentes naturales de una manifestación literaria primitiva, por lo que tiene de autodidacta y de ingenua.

La estética de Torrealba, en particular, es la misma del arte popular milenario, divulgador de una tradición folklórica, de un repertorio lingüístico de base oral que, por la misma conciencia artística del emisor, a menudo se salpica de un tono retórico, pseudoculto, de intención didáctica o moralizadora. El tema es la vida misma y lo fundamental es narrar historias. Narrar. Relatar. Contar. Contar, siempre contar. Como si contar fuera un juego dialéctico donde se permite que el discurso y la historia oscilen de lo sublime a lo ridículo, de lo hermoso a lo grotesco, tal como puede apreciarse en estos ejemplos:

Un mes después, marchábamos a San Fernando. Llevábamos una relación del hato y el murre bruto se dejó alcanzar en La Florida con mi dueño y Luna. Cuando los vio venir, corrió y se metió al cuarto del señor Cruz Guaitero, el cual se negó a que lo sacaran del cuarto; pero lo amenazaron con darle candela a la casa y tuvo que entregárselos y lo llevaron lejos de la casa. Le hicieron una eme en la frente y lo hicieron almorzar con dos bostas de ganado frescas y una pila de cagajones de burro que le servían de pan; luego, le estrujo Luna otra bosta fresca en la cara y le orinó la cabeza y se fueron y lo dejaron en paz.

La brisa seguía soplando de Oriente hacia el Sur. Sobre la interminable pradera sin fin, veíase la hacienda de vacunos y caballares pastando sin que nada llamara su atención; un caballo mostrenco semental suspendía la cabeza para ver su hatajo pastando con tranquilidad, lanzaba un estridente relincho demostrándole a los demás la machía de su membrudo cuerpo; un momento después, le contestaba un rival tan macho como él. Los toros lanzaban un pitío y veían hacia el centro de la sabana buscando con la vista algo que llamara su atención, como la reunión de mautes alrededor de una vaca en celo, para dirigirse en línea recta para quitársela a los toretes más jóvenes. Lo mismo hacían los borricos: levantaban sus cabezas y la cola y lanzaban sus formidables rebuznos, acompañándose de sus sonoros cuescos. (De la Historia de Azabache).

El hecho mismo de novelar su relación personal y literaria con Gallegos, de describir la topografía que sirve de escenario a Doña Bárbara y a Cantaclaro, de puntualizar cuál es el referente de cada personaje y, caso extremo, de referir el trágico final de algunos como el de Pablo Mirabal, Pajarote, su amigo y compañero de faenas, son coordenadas estéticas que, inconscientemente, se adscriben al objetivo que François Mauriac le fija a cada novela: “pintar la vida”. Desde luego si se quiere “pintar la vida” el novelista, en este caso el novelador Antonio José Torrealba, “deberá esforzarse en expresar, en traducir esa sinfonía humana en la que todos estamos comprometidos, y en la que todos los destinos se prolongan, los unos en los otros, compenetrándose”. (Cf. Mauriac, 1955: 27). Así, vida y novela, arte y pueblo, son aspectos de una idéntica realidad conjunta. Y Gallegos, no hay que olvidarlo, fue un hecho biográfico en Torrealba, tal vez casual pero hecho real al fin. De modo que la conversión del novelista Gallegos en personaje parece más que justificable.

De por sí, ya este suceso y la historia que de él hizo Torrealba en el Diario de un llanero, en la Historia de Azabache y hasta en los Versos rústicos, tienen carácter de isotopía semántica interpretable como barbarie y civilización en una lectura convencional, pasiva, o como conjunción platónica-aristotélica, o como contraposición arte-técnica en una lectura activa que sea “una aventura del espíritu”.

Todo este proceso, el del novelista novelado por su referente-personaje, en verdad, es sui generis. Parece propio de una poética experimental. Con él se plantea, desde el punto de vista de la comunicación estética, la posibilidad de que la creación novelesca de basamento no ficticio, como se da en Doña Bárbara, Cantaclaro, Sobre la misma tierra de Gallegos, en Casas muertas y Oficina N° 1 de Otero Silva, en Se llamaba S. N, de Abreu, por citar sólo algunos narradores venezolanos, es no sólo un acto sémico complejo producto del intercambio de un mensaje entre un emisor y un receptor, sino una posibilidad para que los signos copartícipes del mensaje, generen un nuevo acto de comunicación, también de índole estética, que en todo caso le pertenece a un emisor que antes fue referente del primer mensaje. De este modo el referente en el primer mensaje deviene en creador de un nuevo mensaje, y el creador del primer mensaje puede, al menos hipotéticamente, convertirse en referente del segundo.

Una correlación semiótica de esta naturaleza posibilita que el objeto convertido en signo, en una segunda emisión, se reconvierta en sujeto generador de signos, de los cuales el referente es el emisor de la primera emisión. En cierto modo se produce una especie de feed back en la circularidad del emisor con sus signos, pues hay un fluir de la información desde uno de ellos (convertido también en receptor) hacia el emisor con el propósito de provocar una nueva emisión.

En síntesis, de la relación Torrealba-Gallegos, y de la actividad creadora de ambos, se deriva un sistema de correspondencias recíprocas que puede entenderse en términos de una poética de la narrativa. En este sentido, el relato de base no ficticia es siempre una posibilidad para producir un nuevo relato. El objeto de esta poética está constituido, entonces, por una obra y las virtuales, de similar naturaleza narrativa, que ella pueda motivar. Gallegos y Torrealba, en este caso, son un buen ejemplo para ilustrar cómo el novelista puede convertirse en objeto novelado.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Bastidas, Arístides (1969): “En una Semana Santa Gallegos tomó del Llano la trama de Doña Bárbara”. (Entrevista a Ricardo Montilla). El Nacional. Caracas, 6 de abril, p. D-2.

Bermúdez, Manuel (1984): “Los escritos de un caporal de sabana”. El Nacional. Caracas, 26 de mayo, p. A-4.

Bense, Max y Elisabeth Walter (1975): La semiótica. Barcelona (España): Editorial Anagrama, 211 p.

Colmenares del Valle, Edgar (1985): “Presencia de Antonio José Torrealba en Doña Bárbara y Cantaclaro”. Doña Bárbara ante la crítica. (Selección de Manuel Bermúdez). Caracas: Monte Ávila (en prensa).

Englekirk, John (1962): “Doña Bárbara, leyenda del llano”. Revista Nacional de Cultura, N° 155. Caracas: Ministerio de Educación; Año XXV, nov-dic., pp. 57-69.

Maldavsky, David (1974): Teoría literaria general. Buenos Aires: Editorial Paidós, 142 p.

Mauriac, François (1955): El escritor y sus personajes. Buenos Aires: Emecé Editores, 57 p.

Mota Báez, Ramón (1979): “Cincuentenario de Doña Bárbara. Gallegos. ¿Plagiario?”. La Idea. N° 81. San Fernando de Apure: 1 de marzo, p. 8.

Picón Salas, Mariano (1950): ”A veinte años de Doña Bárbara”, Doña Bárbara (Rómulo Gallegos). México: Editorial Orión, pp. 7-19.

Rosenblat, Ángel (1950): “Grandeza y decadencia de los otomacos”. El Nacional. Caracas, 8 de diciembre.

Subero, Efraín (1979): Cercanía de Rómulo Gallegos. Caracas: Cuadernos Lagovén. Ediciones del Departamento de Relaciones Públicas de Lagovén, 83 p.

 

ECV/.-
Sept. / 2021

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