En nuestra infancia, mis hermanos y yo vivíamos con nuestros padres, a orillas de un gran río, en un campo muy alejado de la ciudad. Sin electricidad y sin carretera. Hasta allá, durante la temporada de lluvias, llegábamos por el río después de una larga jornada. Durante el período de sequía, navegábamos por tres ríos interconectados hasta llegar a la casa después de una travesía por una sabana donde había una laguna con bandadas de patos silvestres, garzas, gabanes, carraos, corocoras, alcaravanes y, además, babas, rayas y diferentes peces de agua dulce. En los alrededores de la casa había un maizal, un topochal y una gran variedad de árboles frutales. La casa estaba a unos cuarenta metros de la orilla. Río de por medio, en la otra orilla, por un largo trecho, no había casas. Todo era un solo monte ribereño desde donde se oía el coro de las guacharacas y se veía el ganado cuando bajaba al río a beber.
Cada mañana, al levantarnos, íbamos a ver el ordeño de las vacas. Cada uno con una totumita en la mano para que, directamente desde la ubre, el ordeñador nos la llenara de leche para beber en el desayuno. Durante el resto del día íbamos de un sitio a otro. Por el río o por los caminos que salían de una casa a otra por dentro del monte que se extendía por la ribera. En ambos sentidos. También jugábamos y participábamos en varias de las actividades propias de la vida campestre: montar a caballo, alimentar los animales, regar las plantas, cuidar los becerros pequeños, ordeñar, pescar y cazar. Vivíamos en un mundo maravilloso habitado por un grupo de personas muy amables con quienes compartíamos sus costumbres, sus tradiciones, sus cantos, sus creencias y sus leyendas frecuentemente portadoras de un pensamiento mágico o religioso. Oyéndolos, dábamos rienda suelta a nuestra imaginación y nos hacíamos cómplices o personajes del había una vez o del érase que se era conque siempre comenzaban sus cuentos.
Frecuentemente, al anochecer, mi madre nos dormía contándonos un “caso”. Desde entonces, nosotros conocemos los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de Onza, Tigre y León y las historias de “Chamusco”, “La vieja renca y el viejo tuerto”, “La mosca y el zancudo” y “El sapo con las canillas de trapo”, entre otras. Una noche, después de haber oído a mi madre contarnos una de sus historias, ya a punto de dormirnos, oímos, repetidamente, cantar un carrao en el monte del otro lado del río. En ese momento, ella, con su voz de agua mansa, nos dijo:
-Duérmanse, mañana les contaré la leyenda de Carrao.
Carrao no se llama Carrao. Carrao se perdió en la oscuridad de una noche y desde entonces, su amigo, que se llama Mayalito, lo anda buscando. Así que cuando ustedes, desde el monte o desde un caño, una laguna o un estero, oigan decir carrao carrao, lo que están oyendo es la voz, el grito de Mayalito llamando a su amigo Carrao que se perdió para siempre después de haber vencido al Diablo en un contrapunteo una noche de parranda. Si lo oyéramos y lo viéramos de cerca nos daríamos cuenta de que antes de alzar el vuelo y pronunciar el nombre de su amigo, Mayalito sacude las alas y produce un sonido similar al tintineo de una charnela de plata.
Resulta ser, según cuenta la historia, que Carrao y Mayalito eran grandes amigos. Ambos eran expertos en todas las faenas del Llano. Carrao, además de ser un extraordinario jinete amansador de bestias cerreras y un gran coleador, era un coplero relancino que no eludía rivales ni en el canto ni en los lances personales. De él se decía que aún no había nacido quien que le ganara en un contrapunteo o en una pelea a los puños, ni había nacido la yegua que pariría el caballo que lo tumbara. Si el Diablo mismo se vuelve caballo, al Diablo mismo lo jineteo -se le oyó decir en varios momentos. Mayalito, por su parte, también era un llanero de adelante, bueno con la soga y con la copla cabrestera para enrumbar el ganado. Hombre de vida hogareña y permanente consejero de su amigo Carrao a quien siempre advertía del acecho que el Demonio y otras presencias malignas mantienen por envidia sobre las personas que son invencibles en cualquier arte o cualquier oficio.
Una tarde, después del amamanto de los becerros, con una arrumazón encapotada que presagiaba algo malo, Carrao buscó su caballo de silla, le puso su montura de lujo y sus mejores aperos, incluyendo un freno mantecaleño con charnelas de plata cuyo tintineo se oía a cierta distancia. Se vistió de liquilique y sombrero pelo ’e guama y se calzó sus espuelas. Se despidió de Mayalito y, ya a caballo, oyó los consejos de siempre de su amigo, le dio rienda a su negro azabache frontino y se fue rumbo a una parranda con arpa, cuatro y maracas.
Resulta ser, según sigue la historia de esta leyenda, que Carrao se enfrentó en la fiesta con un coplero que, según se supo después, era el mismísimo Diablo y, justo con el primer cantío del gallo madrugador, Carrao le ganó el contrapunteo. Según dice la historia y los que después la han repetido, los que estaban en la fiesta vieron cuando aquel personaje salió corriendo, buscó su caballo y a galope tendido hacia el horizonte se volvió una mismísima pelota de candela. Detrás de él y que salió un grupito de hombres y mujeres que habían estado animándolo y se fueron desapareciendo uno a uno, menos uno que nadie supo dónde se metió, pero se supone que fue el causante de la desgracia de Carrao. Pasado el susto, rezando y dándose ánimos, cada uno buscó su acomodo o su propio rumbo. Carrao se echó el palo del estribo y se montó en su negro azabache frontino. Al emprender su camino, los que lo habían ido a despedir vieron como alguien que parecía una sombra se metía en el cuerpo del caballo mientras decía dele rienda, compañero. Dicho y hecho fueron una misma cosa. Sin que hasta ahora nadie sepa qué pasó, el caballo se disparó a correr y no hubo forma de que aquel extraordinario jinete lo detuviera. Hubo un momento, en que de tanto halarlo por el freno, las charnelas se rompieron y quedaron en la orilla del camino. Y aun así, sin freno y sin dejar de correr, la bestia no lo pudo tumbar, pero nunca más se supo ni de Carrao ni de su negro azabache frontino. Unos dicen que caballo y jinete desaparecieron en la arrumazón que había ensombrecido la tarde. Otros dicen que aún atraviesa las sabanas llaneras tratando de parar la carrera demoníaca de un caballo desbocado y sin freno. Desde ese entonces, su amigo Mayalito anda buscándolo. Su grito, llamando a Carrao, es su canto y se convirtió en su nombre que es, en verdad, el nombre de su amigo. Curiosamente, al intentar volar, su aleteo produce un ruido como el tintinear de unas charnelas de plata.
Resulta ser, según termina la historia de esta leyenda, que una mañana, yendo por un camino que, supuestamente, lo llevaría hasta Carrao, a Mayalito se le apareció una viejecita que, al verlo, lo reconoció y le dijo: -Desde este momento buscarás a tu amigo desde el aire. Y, junto con entregarle unas charnelas de plata, lo convirtió en el pájaro cuyo canto, que es un lamento, oímos todas las noches antes de dormirnos. Carrao… carrao… carrao…
-Hola. Nos volvemos a ver. Soy Manuel. Para esta sesión yo he preparado una especie de ficha técnica de nuestro amigo Mayalito, mejor conocido como Carrao. El carrao…
-Perdón, Manuel, disculpa la interrupción, pero antes de que consignes esa información yo quisiera leer un poema que recrea todo lo contado hasta aquí. Fue escrito por Édgar hace ya varios años. Forma parte de un libro que él escribió en homenaje a nuestra madre y a su apostolado como maestra en ese vecindario durante treinta años. Antes, déjenme decirles que yo soy Chely, soy una de sus cuatro hermanas. Por supuesto, también soy hermana de Manuel, a quien ustedes ya conocen. Confieso que, a medida que oía la presentación y el contenido de esta leyenda, iba evocando todos y cada uno de los maravillosos momentos que vivimos y disfrutamos en ese entonces, en un espacio donde el río, el monte, la sabana, los animales y la gente eran libros de perenne aprendizaje. Hoy, con mucha nostalgia, he revivido esa noche en que ella nos contó la leyenda de Carrao y Mayalito. Leo para todos ustedes:
río de por medio
en ese caño lleno de totumos de agua
que está entre el barranco y la costa del monte
no sé por cuántos años
vivió un carrao
de canto pausado y solitario
y cuando la noche se adueñaba
de la casa
de los pupitres y del pizarrón de la escuela
de los caminos
de los pájaros que picoteaban los cambures
los mangos
las guayabas y las guanábanas del patio
y de los andares
por el monte
el río y la sabana
y mi madre para dormirnos nos contaba
una y otra vez
la historia de la mosca y el zancudo
que se fueron a rodar tierra
o la del sapo con las canillas de trapo
y los ojos al revés
o el cuento de la vieja renca y el viejo tuerto
del que ahora nadie sabe el porqué de aquella letanía
de cuando nosotros andábamos por estos mundos
que aún me hace recordar el rosario de ánimas en pena
que una vez después de media noche
oí pasar por la calle donde años después viví
con los abuelos
y antes de dormirme siempre recordaba
como en este instante
que en ese caño donde había totumitos de agua
que una vez descargamos para que lloviera
melancólico y solitario
cantaba siempre un carrao.
-Manuel, dame la palabra. Yo soy la mayor de las cuatro hermanas. Me llamo Nora y quiero aprovechar este instante tan lleno de remembranzas para leer otro de los textos de ese libro. En él, el narrador es nuestro abuelo materno quien, al igual que nuestra madre, nos maravillaba y nos cultivaba la imaginación con sus cuentos. Oigan el texto, es breve:
con la lluvia
el rastrojo se forró con un verde sombrío
y con unas enredaderas de frutos rojos
que se llenaban de paraulatas
y del gemido del viento
hasta que ya entrada la tarde
las golondrinas y los caballitos del diablo
hacían piruetas letales
que barrían el aire
mientras esperábamos la voz del abuelo
nombrando luceros y contando historias
desenterradas del había una vez
o del érase que se era
con que en esos momentos
nos llevaba a la tierra del irás y no volverás
hasta que nos íbamos a dormir
acompañados de héroes, tigres, ogros
y de otras bestias extrañas
que adivinábamos mirándonos desde el rastrojo
lleno ahora de cocuyos.
-Bien, como parte de esta ficha técnica, antes de precisar algunos datos sobre quién es carrao, el ave, no el personaje de la leyenda, yo voy a leer la primera y la segunda acepciones de las seis que recoge el Diccionario académico en relación con el término leyenda. La primera dice: “Narración de sucesos fantásticos que se transmite por tradición” y la segunda afirma: “Relato basado en un hecho o personajes reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración”. A buen entendedor, pocas palabras. Quise traer esta información para que nos expliquemos las variantes en la historia y en algunos espacios y personajes que hemos encontrado en las leyendas que hasta ahora hemos revisado y, sin duda, en cualquier otra leyenda. De esto, ya hemos hablado, pero lo que abunda no daña y, en este caso, con Carrao, mejor dicho, con Mayalito o con cualquier otro sujeto de una historia volamos hacia otra historia que siendo la misma es diferente. Por lo tanto, lo que en determinado instante se tiene como una leyenda, no es más que un texto narrativo que, en prosa o en versos, rehace una historia que viene de una tradición oral que, por naturaleza, es dialéctica y está en permanente evolución. En dicha historia, deformada o magnificada “por la fantasía o la admiración” se articulan, por diferentes motivos, “sucesos fantásticos” con “personajes reales” o, en todo caso, personajes posibles. Como ejemplo, para ilustrar estas características de las leyendas a las que hemos hecho referencia, quiero agregar esta información: en 1945, el escritor y periodista yaracuyano Gilberto Antolínez (1908-1998), reconocido por sus estudios sobre diferentes aspectos arqueológicos, folclóricos, religiosos y etnológicos de algunas culturas autóctonas, publicó en la Revista Nacional de Cultura N° 53 una crónica titulada “Estampas yaracuyanas. Cascarita”. En dicha crónica, Antolínez afirma:
Aquel hombre del pueblo, dando rienda a su fantasía, modificaba sin darse cuenta de ello, las antiguas creaciones mitológicas o tradicionales, y plasmaba y replasmaba por su cuenta la historia y la leyenda, de acuerdo con su propia concepción del mundo. Su ética sumaria se personificaba en los protagonistas de sus historietas; y no pocas veces su desparpajo de narrador que gusta de adornar con galas sus “fabliaux”, intercalaba parrafadas o versificaciones de su propia cosecha, o solicitadas del acervo popular lugareño arrinconado en su vastísima memoria.
En conclusión, en cada historia se da una unidad en la diferenciación. Sin embargo, hay casos en los que en torno a un mismo personaje ya hecho leyenda se motiva otra historia totalmente diferente y, de este modo, nos encontramos con dos historias que estructuran dos leyendas diferentes con un mismo sujeto de la acción. La leyenda de Carrao es uno de estos casos. Ya verán por qué. Dicho esto, ahora precisemos que el carrao, cuyo nombre es de origen onomatopéyico, es el Aramus guarauna de la nomenclatura científica y el limpkin, courlan o crying bird, del inglés. En Cuba, se le llama guareáo. De esta ave, que pertenece al orden de los gruiformes y a la familia Aramidae, hay cuatro subespecies: Aramus guarauna pictus, Aramus guarauna elucus, Aramus guarauna dolosus y Aramus guarauna guarauna. De acuerdo con la definición de la Real Academia Española, el carrao es un “ave gruiforme de pico largo y plumaje pardo con rayas blancas, que vive en ciénagas y pantanos”. Según esta misma fuente, el término carrao es usual en Colombia y Venezuela. En otras regiones, Paraguay, por ejemplo, se dice y se escribe caráu o karãu y también se le atribuye una leyenda con el mismo título, pero con una historia tan diferente a la que conocemos en Venezuela y en Colombia, que se puede decir que es otra leyenda creada sobre esta misma ave, convertida así en personaje protagonista de dos leyendas. Con las historias de cada una de estas leyendas, se han creado canciones y diferentes composiciones poéticas que evocan los momentos estelares de la vida de Carrao. En Venezuela, además, el nombre de carrao se documenta como topónimo y como hidrónimo. En tales funciones, es nombre de varios lugares en diferentes estados y de un río en el estado Bolívar. También se utiliza como apodo. Finalmente, digamos que el carrao se alimenta con caracoles, peces y otras pequeñas especies de la fauna acuática. En América se le encuentra desde Florida hasta el Cono Sur. En algunas provincias argentinas, además de carrao, también se le denomina carao, bruja y viuda. Seguramente en otros países tendrá otros nombres. Hay regiones en donde, según la creencia popular, es ave de mal agüero. De su canto, se dice que no es un canto sino un lamento. Así lo cuenta la tradición hasta en las canciones inspiradas en Carrao y en sus leyendas.
-Una de esas canciones la compuso José “Cheo” Ramírez. Se titula Carrao, carrao y por primera vez la grabó Reyna Lucero. Ah!… olvidé decirles que yo soy Teresa, la tercera de las cuatro hermanas de Édgar. Esta canción, además de Reyna Lucero, también la han grabado Fabiana Ochoa, Scarlett Linares, Amalia Heredia y la Orquesta Sinfónica de Venezuela, entre otros intérpretes. Oigamos la versión de Reyna Lucero:
En la plena oscuridad,
en las noches de mi llano,
canta un carrao.
Yo no sé por qué será,
pero lo noté cantando,
más lamentao.
Será que él adivinó
que mi amor con otro amor
se fue muy lejos?
Si las cosas son así,
carraíto hazme un favor
sé que eres bueno.
Carrao, carrao,
convida a tu compañero
al gallito lagunero
que lo salgan a buscar,
díganle que ya no aguanto
que entre el dolor y el llanto
conmigo van a acabar,
dímele que no hay rencor
que le perdono su error
que regrese a su lugar.
Carrao, síguele la huella
que mi llano taciturno
se enlutará.
No brillarán las estrellas
y la noche en plenilunio
no alumbrará.
Aunque tengo la esperanza
que es la última que muere
de que él regrese.
Carrao, sigue sus andanzas
pregúntale si me quiere
o me aborrece.
Carrao, carrao,
convida a tu compañero
al gallito lagunero
que lo salgan a buscar,
díganle que ya no aguanto
que entre el dolor y el llanto
conmigo van a acabar,
dímele que no hay rencor
que le perdono su error
que regrese a su lugar.
-Hola. Yo soy Martha, la hermana menor. En primer lugar, les voy a hacer un resumen de la leyenda de Karãu o Caraú que, como ya se ha dicho, es paraguaya. Paraguay es una nación donde oficialmente se habla español y guaraní. Este dato es importante para entender por qué en el texto de la canción, que es lo que les presentaré en segundo término, hay estrofas en guaraní. Tal situación, además, nos permite inferir un posible origen de esta leyenda en la tradición de la etnia guaraní. Karãu o Caráu es el mismo Carrao. De él se cuenta que era un joven a quien le fascinaba un baile. Una noche salió de su casa a buscar un medicamento para su madre que se encontraba gravemente enferma. Rumbo a su destino, pasó por un sitio donde había una gran fiesta. Entró y, al instante, se puso a bailar con una bellísima joven, “con la guainita mejor” -como se dice en la letra de este chamamé compuesto por Emilio Chamorro. El chamamé es un estilo de música y danza propio de la cultura guaraní. Karãu se compenetró tanto con el baile y con la joven que se le olvidó el porqué y el para qué había salido de su casa hasta que, a punto de la medianoche, un amigo vino a notificarle que su madre había fallecido. Sin embargo, a pesar de la infausta noticia, Karãu exigió que continuara la fiesta y siguió bailando. Según la leyenda, se cuenta que en ese momento él dijo: –El que murió ya murió y el que está vivo sigue vivo. Ya habrá tiempo para llorar. De madrugada, después de bailar y bailar, Karãu preguntó a su guainita dónde vivía. Ella le manifestó que vivía muy lejos y, viéndolo fijamente a los ojos, le dijo: -Puedes visitarme cada vez que recuerdes a tu madre. Frente a estas palabras, Karãu comprendió su error y se prometió que deambularía por caños y esteros, ciénagas, lagunas y pantanos, llorando eternamente por su madre. La leyenda concluye afirmando que Tupã, creador del universo y dios supremo entre los guaraníes, como castigo por su mal comportamiento, convirtió a Karãu en un ave vestida de luto y lo condenó a vivir con mucho tiempo para llorar. En esta leyenda se inspiró el poeta y dramaturgo uruguayo Fernán Silva Valdés (1887-1975) para escribir uno de sus poemas.
Para finalizar, transcribimos el texto titulado “El Caráu”, un chamamé letra y música de Emilio Chamorro, como ya dijimos. Entre quienes han grabado esta canción recordamos los nombres de Oscar Pérez, Zitto Segovia, Mario Bofill, Los formoseñísimos y Ramón Méndez y su conjunto. En la voz de Oscar Pérez se oye así:
Amigos y camaradas
que me quieran escuchar
voy a contarles la historia
que le sucedió al karáu.
Estando la madre enferma
remedió salió a buscar
y encontró una concurrencia
y ahí se quedó a bailar.
Bailando estaba el karáu
con la guainita mejor
cuando se acercó un amigo
y le dijo con dolor:
Ani che amigo karáu
ani rejerokyve
aru ndéve la noticia
No importa mi buen amigo
el baile no he de dejar
la ománova ya omanóma
hay tiempo para llorar.
Cansado al fin de bailar
vio que brillaba la aurora
y le dijo a su guanita
La dama le contestó
rechosero che visita
rehechangaúndé nde Sy.
Al escuchar estas palabras
el Karáu se despidió
se fue llorando y diciendo
mi madre ya se murió.
hetaité che akáhata
anive ni ajeroky
ajahe’o mba’e ajá.
para siempre luto entero.
Por haber sido mal hijo
castigo le dio Tupá
desde hoy con su plumaje
y le condenó a llorar.
(Imagen bajada de: http://www.llanerisimo.com/noticiaId.asp?Id=1086)
-Bien. Es todo por esta sesión. Gracias a mis hermanos y a ustedes habernos acompañado en este otro diálogo de leyenda escrito en homenaje a nuestra madre. Concluyo con esto que acabo de recordar. Un día, de mañana, en esos mismos años de nuestra infancia, llegamos, desde luego por el río, a la casa de mi tío Rafael en el momento en que doña María Carreño, su pareja, alimentaba con maíz a las gallinas, los patos y guineos que correteaban por el patio de la casa. De pronto, entre todas aquellas aves que se disputaban el maíz, desde un matorral cercano salió un carrao. Al verlo acercarse comprendí que estaba domesticado. En ese instante, Doña María se me acercó y me preguntó:
-¿Tú conoces este pájaro?
-Sí, le dije, es un mayalito.
¿Cómo? -me respondió. ¿Cómo sabes tú que ese es su nombre?
-Sí, sé que se llama Mayalito y sé que canta así porque anda buscando a su amigo que se llama Carrao. Yo sé su verdadero nombre porque mi madre nos contó su historia.
No me dijo más nada. Se sonrió y se fue hacia la cocina de la casa. A media tarde, después de un buen sancocho de gallina como almuerzo, caminamos hacia la orilla del río para embarcarnos y regresarnos a nuestra casa. Al despedirme, ella me abrazó y me dijo: -Con tu mamá, doña Ana Rosa, yo aprendí a leer y a escribir a los veinte años y fue ella quien en una clase nos habló de la leyenda de Carrao y Mayalito. ¡Dios te bendiga!
De inmediato, nos embarcamos y nos fuimos agua abajo despedidos por Mayalito y su canto sempiterno que, a medida que nos alejábamos, seguía oyéndose, cada vez más distante…
Carrao, carrao, carrao… Carrao, carrao… Carrao… Carraoooo… aoooooo….
(Intérprete: Orquesta Sinfónica de Venezuela)
Édgar Colmenares del Valle
Academia Venezolana de la Lengua
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Hermanito.. gracias por ese tributo amoroso a lo que somos y a lo que , a treinta años de la ausencia de Ella, sigue siendo luz través de ti y de toda nuestra esencia.