JUGLARÍA

LA POESÍA QUE VUELVE AL CANTO

En “Florentino y el Diablo”, el Diablo, casi al comenzar el contrapunteo, apenas en su tercera intervención, le hace esta pregunta a Florentino:

¿Cuáles son los cuatro ríos

que llevan la misma ruta,

 silentes si no los pasan,

sonoros cuando los cruzan?

A esta pregunta, de inmediato, Florentino retruca con estos versos:

Sonoros cuando los cruzan.

Las cuatro cuerdas del cuatro

en el pecho de quien las pulsa:

salpica el tono en el traste

como en la piedra la espuma.

            La presencia de esta imagen, en este poema, no es casual. Está ahí para testimoniar el sentido y la presencia del cuatro en todo el espacio geográfico venezolano. Es, diría yo, una imagen emblemática y, además, sintomática en función de los niveles semántico y pragmático del poema si en este momento recordamos que Alberto Arvelo Torrealba, además de eximio poeta, también fue cuatrista y recopilador de piezas del folklore. Tampoco nos parece casual, y éste es uno de los grandes homenajes que se le ha hecho al cuatro venezolano, tampoco, repito, nos parece casual que su primer libro, publicado en 1928, se llamara, precisamente, Música de cuatro y que el primer poema del libro (“Por la hacienda”), se cierre con esta estrofa:

Musa de las alegrías

en cuyo frescor me pierdo.

Simpatías sin acuerdo,

sueños que nunca supiste…

Música de cuatro, triste,

fluye del dulce recuerdo.

¿Será casual, además, que un hijo del poeta, también poeta, el escritor y profesor universitario, recientemente fallecido (18 de julio de 2010), Alberto Arvelo Ramos nos haya dejado un valioso libro sobre este instrumento? (El cuatro, 1993).

El cuatro es, sin duda alguna, el instrumento de cuerdas más conocido, más querido, más sentido como propio y más aprendido y tocado por el pueblo venezolano. En todos sus estratos. En cualquier época del año y casi me atrevo a decir que en cualquier momento de su historia. No hay un rincón del país en donde no esté, no hay una parranda, una fiesta o un concierto de música venezolana en donde sus cuatros cuerdas, “los cuatro ríos que llevan la misma ruta”, no se dejen oír “como en la piedra la espuma”, como expresión de alegría o de nostalgia, de soledad o de espacio compartido, de hallazgo o de búsqueda y como uno de los signos estructurantes del paradigma con que desde la gesta independentista nos identificamos como una nación y como una patria. En tal sentido,  el cuatro es nuestro gran instrumento nacional. Independientemente de su origen. Porque, y esto es bueno recordarlo, si bien la tradición lo adscribe al gentilicio llanero y al mestizaje hispánico, hay quienes afirman que el cuatro viene de tiempos y espacios muy remotos. Con forma ovoidal o cuadrada, se le reconoce en algunos grabados iraníes y cretenses. Y hay quienes afirman que ya existía en el año 3.000 A. C. y fundamentan su afirmación en el hallazgo de instrumentos similares en Egipto, “que a su vez son derivados de instrumentos caldeo-asirios”. En España, se le encuentra ya a comienzos del siglo XIV, con cuatro órdenes. Se cree que el Maestro Salinas -Maestro de capilla de los Reyes Católicos- le añadió una quinta cuerda. A comienzos del siglo XVII Vicente Espinel, creador de la forma estrófica que lleva su nombre, le agregaría una sexta cuerda, conocida como bordón o espinela, de donde se originaría la guitarra actual. Para otros, deriva directamente de la guitarra renacentista.

Por cierto, y permítanme esta digresión lexicográfica, en algunos partes del país, en mi pueblo, por ejemplo, quizás hasta fines de los años cincuenta, al cuatro siempre se le llamó guitarra, guitarra en lugar de cuatro y a su ejecutante se le llamó guitarrero. A la guitarra, a la actual guitarra, y con esto me adelanto a la pregunta que algunos de ustedes se están formulando, se le decía guitarra grande y quien la ejecutaba era un guitarrista. Como cuatro, con el valor semántico que tiene actualmente, la palabra aparece registrada en el Diccionario académico a partir de la edición de 1914 y desde entonces se le define como “guitarrilla venezolana de cuatro cuerdas”. Por supuesto, el uso del instrumento y posiblemente de la palabra con que se le identifica se remonta a los orígenes mismos de su presencia entre nosotros, quizás hacia fines del siglo XV o comienzos del XVI, (¿1498?), si bien el primer testimonio de uso literario que conocemos data de 1890, en Peonía, del novelista Manuel Vicente Romero García. Cuatro, como lema, se define también en varios de los trabajos que se han ocupado del estudio del léxico de uso venezolano. Picón-Febres, José Eustaquio Machado, Lisandro Alvarado, el mismo poeta Arvelo Torrealba, Silva Uzcátegui y Armas Chitty, entre otros. En Alvarado, a los rasgos semánticos de “guitarrilla de cuatro cuerdas” se agregan los de “afinadas según las notas la, re, fa sostenido, si”. Y, además, la información de que “es un instrumento músico adaptado para el acompañamiento de aires populares en todo el país”. En esta afinación se motiva el término cambur pintón que se emite cuando, una tras otra, sin pisarlas, se tocan las cuerdas de abajo hacia arriba. Al tocarlas en orden inverso, el cuatro afinado dice hipócrita. Me gusta más la expresión que una vez me dijera un campesino: de abajo hacia arriba dice topocho crú. De cambur pintón pasamos a cambur tompin.

El término también lo encontramos definido en el Diccionario de venezolanismos dirigido por María Josefina Tejera y en el Diccionario del habla actual de Venezuela de Rocío Núñez y Francisco Javier Pérez. A los rasgos precedentes, en las definiciones de estos dos diccionarios, encontramos los de que “es parecido a la guitarra, aunque más pequeño” y “se toca punteado y más comúnmente rasgueado”. Por su parte, Juan Correa, en su trabajo Venezuela en el corazón, Diccionario de voces venezolanas, nos recuerda que “recibe también otros nombres por su forma, material de construcción, tamaño, etc. Como el de guitarra, cifra, discante, cedro, cinco, cinco y media, cuatro aviolinado, cacho, media caña, cuatro de estandarte, laúd, media lira, pico ’e loro, cuatro y medio, cuatro pera, cuatro sombra, charanguillo, cuatro o requinto”. Los hay también tamunangueros, gaiteros, joroperos, acústicos, cumaneses, larenses, llaneros, venezolanos, puertorriqueños, etc.

Pero, volvamos a la imagen y a los versos del poeta Arvelo Torrealba:

Sonoros cuando los cruzan.

Las cuatro cuerdas del cuatro

en el pecho de quien las pulsa:

salpica el tono en el traste

como en la piedra la espuma.

Como en la piedra la espuma y yo agregaría: como el sentimiento en el alma. Así ha sonado el cuatro en Venezuela a través de su historia. Una historia llena de seres jamás nombrados, llena de nombres frecuentemente olvidados, pero, afortunadamente, llena también de nombres que ya son memoria externa, para siempre, en un país repleto de olvidos y de inconsistencias generacionales. Yo me pregunto ¿quién era el cuatrista del conjunto del maestro Tomedes cuando se presentaba en una emisora, en Ciudad Bolívar, a las siete de la mañana y yo, en mi pueblo, en San Fernando de Apure, los oía tocando “La josa”, antes de irme para la escuela? Cada vez que oigo esa pieza, cantada por Raquel González o por Reyna Lucero, o instrumentada por Carmito, Pablo y Hernán Gamboa, revivo la historia y, por su supuesto, me hago la misma y otras preguntas cuyas respuestas confluyen hacia lo definitivamente irrecuperable. También me pregunto: ¿Alguien recuerda a Antolino Ramos, aquel cuatrista zurdo y corpulento que parecía quedarse dormido mientras acompañaba el arpa del Indio Figueredo siguiendo la voz de Ángel Custodio Loyola? Y a Juan Briceño, el hombre de la “muñeca rara” mitificado por Pedro Emilio Sánchez en aquel no menos mítico “Seis por derecho” con Juan Vicente Valera al arpa y Valentín Carucí en las maracas, ¿quién lo recuerda? ¿Quién sabe que “Una casita bella para ti”, grabada por Iris Camacho y popularizada por Cristóbal Jiménez, es una de las composiciones de Juan Briceño? La historia y las sociedades que la protagonizan son amnésicas y por diversas razones, a diferencia del comportamiento de la Naturaleza, tienden a dar saltos o a omitir hechos, acontecimientos y nombres. Felizmente, en esta historia, todavía no hemos olvidado los nombres de Jacinto Pérez, Freddy Reina y Tomás Montilla. Aún tenemos presentes los de Hernán Gamboa, de Cheo Hurtado y tendremos, para que esta historia pueda tener un final feliz, tendremos, repito, que aprendernos los nombres de los que del magisterio de ambos emergen como generación de relevo. Son, entre otros, los nombres de Carlos Capacho, Jorge Glem, Leonardo Lozano, Edward Ramírez, Albert Hernández, Roney Silva, Rafael Moreno, Luisa Liceth Hernández, Nancy Castañeda, Marian Quintero, Marcel Moncourt, Nelson González, Fermín Deyán, Luis Pino, Juancho García, Héctor Molina, Roberto Subero, Julio Méndez, Orianis Cedeño, Wilfredo Cardona y Henry Linárez.

Hoy, la Academia Venezolana de la Lengua abre sus puertas para recibir a uno de los no olvidados: al maestro Hernán Gamboa, quien viene como invitado especial a esta Corporación a presentarnos su más reciente trabajo cd-gráfico: “Juglaría”.

“Juglaría” es, en principio, la continuación de un trabajo cuya primera parte se editó en 1982. En ese año, circuló el CD “Hernán Gamboa canta a nuestros poetas”. En dicho CD, con su cuatro, Hernán Gamboa musicalizó 20 poemas de poetas venezolanos de diferentes generaciones y diferentes tendencias estéticas. Varios de estos poetas pertenecieron o pertenecen a esta Academia. Con su música y su voz, Gamboa convirtió sus textos en canciones. Transcribo el contenido del CD de 1982:

  1. Me vuelvo a tu presencia (José Ramón Medina).
  2. Qué se vuelva tu lágrima mi canto (Orlando Araujo).
  3. Elogio del río viajero (Oscar Sambrano Urdaneta).
  4. El aire ya no es aire (Miguel Otero Silva).
  5. Vuelo sobre el mar (Manuel Felipe Rugeles).
  6. Glosa llanera (Alberto Arvelo Torrealba).
  7. La que no vuelve (Andrés Eloy Blanco).
  8. Liras (Vicente Gerbasi).
  9. Canción con una niña (Aquiles Nazoa).
  10. La canción que vuela (Luis Beltrán Prieto Figueroa).
  11. Música triste (Andrés Mata).
  12. Romancillo de amor tardío (Antonio Arráiz).
  13. Divagación (Udón Pérez).
  14. Vamos al mar (Ernesto Luis Rodríguez).
  15. Patria (Héctor Guillermo Villalobos).
  16. Nayandú (Luis Pastori).
  17. Aspiración (Raúl Umanés Castro).
  18. No te mueras… amor (María Inmaculada Barrios).
  19. Glosa del adiós (Manuel Graterol Santander).
  20. Canción del hombre solo (Ludovico Silva).

La que no vuelve Andrés Eloy Blanco

Dije, hace poco, que “Gamboa convirtió sus textos en canciones”. ¿No sería más acertado decir que recuperó para el texto poético  su naturaleza primaria, primigenia? La poesía, al menos la que reconocemos como lírica, como expresión de un sentimiento, de una reflexión, de un eros o de un tánatos, nació para ser cantada. Hasta la etimología lo dice. Al igual que la elegía. Con la lira una y la flauta la otra. Y hasta la épica y la dramática. Por algo la versificación griega y latina se basa en la cantidad prosódica. El texto homérico ¿no está también concebido como canto? Por supuesto, dada su naturaleza, épica, heroica, con otro ritmo, con otra sintaxis verbal que se traduce en otra sintaxis musical. Desde luego, en la versificación española, basada en la cantidad silábica cuando el poeta mantiene las matrices convencionales, o en el ritmo, en el arte del habla, cuando se hace uso del versolibrismo, hay que “hacer la música al verso”, como dijera el propio Hernán Gamboa en declaraciones dadas recientemente al diario El Universal (Caracas, 12 de marzo de 2011; p. 2-9), “Esto, nos dice el maestro Gamboa, es un trabajo que yo he venido realizando desde hace más de 40 años”. Con esta actividad, el músico logra que la poesía salga del libro y “llegue masivamente a la gente”. En “Juglaría”, además, “cada tema hace referencia a los ritmos propios del lugar donde nació el escritor” cuyo texto fue musicalizado. En él, encontraremos composiciones que ya están presentes en el trabajo anterior y otras que se estrenan como canciones. También  encontraremos dos textos poéticos, “Mi amiga la soledad” y “Menos mal que queda amor”, compuestos por el propio Hernán Gamboa quien, a su vez, es el autor de la música de cada una de las 22 pistas de este CD. De nuevo, con su música y su voz, Hernán Gamboa convirtió estos poemas en canciones. Así, en definitiva, en “Juglaría” tenemos:

01- Todo Lo Que Es Mi Vida (Manuel Felipe Rugeles / Hernán Gamboa)

02- Evocación (Otilio Galíndez / Hernán Gamboa)

03- Recuerdos De Pariaguán (Raúl Umanés / Hernán Gamboa)

04- Yo Quisiera Un Corazón (Benito Raúl Losada / Hernán Gamboa)

05- Playa De Pampatar (Efraín Subero / Hernán Gamboa)

06- Si La Palabra Sirve Para Algo Todavía (Gustavo Pereira / Hernán Gamboa)

07- Glosa Del Adiós (Manuel Graterol Santander / Hernán Gamboa)

08- Décimas (Ana Enriqueta Terán / Hernán Gamboa)

09- La Que No Vuelve (Andrés Eloy Blanco / Hernán Gamboa)

10- Mi Amiga La Soledad (Hernán Gamboa)

11- Despierta (María Inmaculada Barrios / Hernán Gamboa)

12- Canción Con Una Niña (Aquiles Nazoa / Hernán Gamboa)

13- Música Triste (Andrés Mata / Hernán Gamboa)

14- Romancillo Del Amor Tardío (Antonio Arraiz / Hernán Gamboa)

15- Me Vuelvo A Tu Presencia… Madre (José R. Medina / Hernán Gamboa)

16- Menos Mal Que Queda Amor (Hernán Gamboa)

17- Ella y El Agua (Lucila Velázquez / Hernán Gamboa)

18- Glosa Llanera (Alberto Arvelo Torrealba / Hernán Gamboa)

19- La Canción Que Vuela (Luis B. Prieto Figueroa / Hernán Gamboa)

20- Patria (Héctor Guillermo Villalobos / Hernán Gamboa)

21- Nayandu (Luis Pastori / Hernán Gamboa)

22- El Agua Se Vuelve Sobre Si Misma (Luis García Morales / Hernán Gamboa)

Glosa del adiós.

Yo confieso que este tipo de trabajo y, en particular, este trabajo hecho por Hernán Gamboa me llenan de satisfacción y de alegría. Y de esperanza. Varios de los aquí presentes saben de mi competencia como investigador de la música venezolana, en particular de la música llanera, y saben de mi prédica permanente en función de que se musicalicen las creaciones de nuestros grandes poetas. A pesar de este excelente trabajo de Hernán Gamboa y del no menos excelente trabajo hecho desde diferentes perspectivas sobre la obra de Alberto Arvelo Torrealba por Antonio Estévez y por Guillermo Jiménez Leal, aún es grande nuestra deuda con un Fernando Paz Castillo, con un Vicente Gerbasi, con un Pedro Francisco Lizardo, con un Carlos Augusto León y un Alí Lameda, para citar sólo algunos de los que esperan por un cuatro, una bandola o un arpa venidos de diferentes espacios, por un bandolín margariteño, por un violín andino, por una flauta maracucha, y ¿por qué no? por una orquesta, por una sinfónica que, con propiedad académica y con sentimiento nacionalista, hagan trascender el discurso poético de base verbal al discurso musical de base rítmica y armónica. Con Luis Alberto Crespo, otro de los poetas con quienes estamos en deuda, he tratado el tema en diferentes oportunidades en el programa “Lectura de Venezuela” que ambos conducíamos en el Canal Clásico de la Radio Nacional de Venezuela. Cierto es que ya no estamos en el limbo. Además de los trabajos ya nombrados también hay que recordar lo hecho por Serenata Guayanesa, grupo del cual nuestro invitado fue fundador y miembro activo durante muchos años y, también, lo hecho por José Montecano, el Grupo Cuatro Cantos, María Teresa Chacín, Miguel Ángel Bosch, Morella Muñoz, Cecilia Todd, Iván Pérez Rossi, Ruperto Páez, Rómulo García, Lilia Vera y el mismo Guillermo Jiménez Leal, entre otros, sobre textos de José Natalio Estrada, Pedro Parayma, Guillermo de León Calles, Eduardo Alí Rangel, Ludovico Silva, Adriano González León, Alfredo Arvelo Larriva y Andrés Eloy Blanco. Por supuesto, no debemos olvidar los nombres de Ernesto Luis Rodríguez, Germán Fleitas Beroes y Víctor Vera Morales, si bien en ellos hubo una actitud que los llevó a concebir gran parte de su creación, desde un comienzo, en función del canto popular llanero. Por algo, los dos primeros de esta trilogía son los autores de varias de las letras de las canciones de Juan Vicente Torrealba popularizadas por Marisela, Mario Suárez, Rafael Montaño, Héctor Cabrera, Pilar Torrealba, Rudy Hernández y otros tantos en cuyas voces la música torrealbera se internacionalizó.

Falta mucho camino para alcanzar la magnitud de la simbiosis de palabra, música y canto hecha en otras latitudes en torno a la poesía de Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández, José Martí, Pablo Neruda, Juan Gelman, Fernando Pessoa, Alfonsina Storni, León Felipe, Nicolás Guillén y, particularmente, sobre el Romancero español. Pero, como ya dije, hay esperanzas, hay profesionalismo y, sobre todo, hay músicos y hay poetas. Como dice la vieja copla llanera:

Dele duro a ese instrumento

que se acabe de quebrá

que palos hay en el monte

y quien los sepa labrá.

MUCHAS GRACIAS Y BIENVENIDO A LA ACADEMIA VENEZOLANA

DE LA LENGUA, MAESTRO HERNÁN GAMBOA.

Dr. Edgar Colmenares del Valle.
Academia Venezolana de la Lengua.
Caracas, 14 de marzo de 2011

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